1. CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA
Emiliano Jiménez Hernández
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El Credo Simbolo de la fe de la Iglesia
1. CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO, CREADOR
DEL CIELO Y DE LA TIERRA
1. Creo en Dios
2. Padre
3. Todopoderoso
4. Creador del cielo y de la
tierra
La confesión de fe en el único Dios, con la que los cristianos comienzan
el Credo desde hace dos mil años, se remonta mucho más atrás en el
tiempo. Las primeras palabras del Credo cristiano asumen el Credo
israelita, que suena así en la confesión diaria de su fe: “Escucha,
Israel: Yahveh, tu Dios, es el único Dios”.
a) Dios de vivos
Al confesar nuestra fe en Dios, los cristianos nos referimos al Dios “de
vivos”, al “Dios de Abraham, Isaac y Jacob” (Ex 3,6; Mt 22,32), al Dios
de Israel (Sal 72,18; Is 45,3; Mt 15,31), que es el “Padre de nuestro
Señor Jesucristo” (2Co 1,3). Conocemos a Dios por la historia de
salvación de Dios con los hombres. En esta historia Dios se nos aparece,
El abre el camino y acompaña a los hombres en su “peregrinación de la
fe”. La fe no es otra cosa que recorrer el camino con Dios, apoyados (aman)
en El, que va delante como “columna de fuego o de nube”.
El Dios trascendente e invisible, en su amor, se ha hecho cercano,
entrando en alianza con Israel, su pueblo. En la travesía del Mar
Rojo, en la marcha por el desierto hacia el Sinaí, en el don de la
Tierra prometida, en la constitución del reino de David..., Israel
experimenta una y otra vez que “Dios está con él”, porque Dios es fiel a
la alianza por encima de las propias infidelidades. Israel se siente
llevado por Dios como “sobre alas de águila” (Ex 19,4).
El Dios de Israel, por tanto, no es un Dios lejano, impasible y mudo. Es
un Dios vivo, que libera y salva, un Dios que interviene en la historia,
guía y abre camino a una nueva historia. Es un Dios en quien se puede
creer y esperar, confiar y confiarse.
b) Dios único
La profesión fundamental de Israel es la negación de todos los dioses
circunvecinos. La confesión de fe en Dios se opone, simultáneamente, al
politeísmo y al ateísmo. “Hay un Dios” es la negación del “hay muchos
dioses” y del “no hay Dios”.[1]
El monoteísmo de Israel, en todos sus Credos aparece con
fuerza en medio del paganismo politeísta de los pueblos vecinos.
Pero, al mismo tiempo que Israel profesa su fe en el único Dios, la
historia de la alianza con Dios transcurre de un modo dramático. Israel
constantemente abandona al único Dios vivo para adorar a los ídolos de
los pueblos vecinos. Dios, en su fidelidad, llama
profetas, que
envía como mensajeros suyos al pueblo, que denuncian la infidelidad, el
adulterio del pueblo y la fidelidad de Dios: “¿Puede una madre olvidarse
del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré” (Is 49,15; 44,21ss; Os 11, 7‑9). Dios se mantiene fiel a pesar
de la infidelidad humana. “Pues los dones y la llamada de Dios son
irrevocables” (Rm 11,29).
Como negación de los dioses, la confesión de fe en el Dios único
significa la negación de la divinización del pan, del eros
y del poder, como
potencias que, en formas diversas, mueven y subyugan a la humanidad. La
adoración de la fertilidad de la tierra, de la fecundidad humana y del
poder son las tres formas de idolatría, a que se opone el reconocimiento
de la unicidad de Dios. La aceptación del Dios único, al ingresar en la
comunidad cristiana, suponía un cambio radical de la existencia de
graves consecuencias. “¡Muerte a los ateos!”, gritaban a los cristianos
de los primeros siglos. Pero “la verdad cristiana afirmó siempre que si
Dios no es uno no es Dios” (Tertuliano).
Hoy han desaparecido irrevocablemente todos los dioses antiguos, pero no
han desaparecido los poderes en los que se encarnaban, ni la
tentación de absolutizarlos buscando en ellos la vida y la felicidad. Es
algo que pertenece a la condición humana, vendida al poder del pecado.
La idolatría de la seguridad, del sexo y del éxito ‑unificadas en el
dios Dinero‑ amenaza al hombre de hoy tanto o más que a los antiguos. En
la medida en que el hombre niega a Dios, en esa medida le persiguen los
dioses y le alcanzan, esclavizándole bajo su dominio.[2]
Los dioses pre-cristianos y los postcristianos son, en definitiva, los
mismos, aunque quizá hoy hayan perdido su máscara de seres divinos y
aparezcan bajo la máscara profana de modernidad, cientificidad,
liberación o como quiera que se llamen. Dioses o ídolos son todas las
cosas que, ‑“engañados por el tentador e inventor del mal y enemigo de
la vida”-[3],
ponemos en lugar de Dios, absolutizándolas y pidiéndoles la vida y la
felicidad. Idolos pueden ser: el dinero, el prestigio, el trabajo, el
poder, el progreso, la ciencia, la técnica, el placer, la nación, las
ideologías, el partido o el sindicato... Hoy es preciso hacer con los
"catecúmenos" lo mismo que hacía San Cipriano:
Para preparar a nuestros hermanos a que hagan confesión pública del
Señor con la firmeza del valor y de la fe, armándoles así para el
combate en la persecución y en el martirio, en primer lugar ha de
afirmarse que los ídolos fabricados por los hombres no son dioses, pues
las cosas fabricadas no son superiores a quienes las fabrican ni pueden
defender o salvar a nadie (Sal 135,15‑18; Sb 15,15‑17; 13, 1‑4; Ex
20,4). Una vez destruido el culto de los ídolos, enseñarles que sólo a
Dios debe darse culto. Así está escrito: “Adorarás al Señor tu Dios y a
El solo darás culto” (Dt 6,13; Mt 4,10); y en otro lugar: “No tendrás
otros dioses fuera de mí” (Dt 5,7; Ex 20,3)... “Pues en esto consiste la
Vida eterna: en que te conozcan a Ti como único Dios verdadero y a tu
enviado Jesucristo” (Jn 17,3).[4]
Y en otro escrito exhorta con fuerza persuasiva:
¿Por qué te humillas e inclinas ante dioses falsos?; ¿por qué encorvas
tu cuerpo como un esclavo ante vanos simulacros? ¡Dios te ha hecho
erecto! Si los demás animales fueron creados con posición inclinada
hacia la tierra, a ti te otorgó un rostro vuelto hacia arriba: ¡hacia su
Señor! Conserva la dignidad, en que has nacido, y permanece como has
sido creado por Dios; levanta tu ánimo en la dirección de tu rostro y tu
cuerpo: ¡Conócete a ti mismo para que puedas conocer a Dios![5]
c) Nombre de Dios
El texto central veterotestamentario para comprender la profesión de fe
en Dios es la narración de la zarza ardiente (Ex 3). En ella Dios revela
su nombre a Moisés, revelándose a sí mismo. Moisés pregunta: Los hijos
de Israel, a los que me envías, me dirán: ¿quién es el Dios que te
envía?¿Cómo se llama?:
Moisés replicó a Dios: si voy a los hijos de Israel y les digo: el Dios
de vuestros padres me envía a vosotros, y me preguntan cuál es su
nombre, ¿qué voy a responderles? Y Dios dijo a Moisés: “Yo soy el que
soy”. Así responderás a los hijos de Israel: “Yo soy”, el Dios de
vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, me manda a
vosotros. Este es para siempre mi nombre; éste mi memorial, de
generación en generación (Ex 3, 13‑15).
Dios no revela su esencia, su ser, sino que se manifiesta como un Dios
presente y salvador en la historia de los hombres. El
yo‑soy
significa más bien yo‑estoy, yo estoy con vosotros, salvándoos:
soy vuestro Dios, el Dios de vuestros padres, que me haré presente entre
vosotros con mi fuerza salvadora.
En contra de la tendencia pagana por un dios local, por una divinidad
concretada en un lugar y limitada a él, el Dios de los padres representa
un cambio radical. No es el Dios de un lugar, sino el Dios de la
personas: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que muestra su
presencia operante en todo lugar donde se encuentra el hombre. No es el
Dios de la tierra, ligado a un lugar sagrado, sino el Dios de la
historia. Yahveh es el Dios personal, deseoso de relaciones personales,
que se manifiesta allí donde el hombre se deja encontrar por El.
El “Yo soy”, Isaías lo traduce con “Yo soy el primero y el último y no
hay otro Dios fuera de mí” (44,6). El Dios de Israel se contrapone a los
demás dioses y se muestra como el que es frente a los que no
tienen consistencia, que cesan y pasan. En la sucinta frase “yo soy” de
la zarza ardiente se apoyan los profetas en su lucha contra la
idolatría.[6]
Al dar nombre a una persona no se pretende decir qué es en sí misma, sino hacerla nominable, es decir, invocable, para poder establecer una relación con ella. Por tener nombre puedo llamar a una persona, comunicarme con ella, entrar en comunión con ella. El nombre propio da la capacidad de ser llamado. Al comunicarnos su nombre, Dios se ha hecho nominable, invocable, puede ser llamado e invocado por el hombre. Dios, al revelarnos su nombre, se ha hecho cercano, accesible, nos ha permitido entrar en comunión con él: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17,21). Porque Dios tiene un nombre, no es una realidad impersonal, sino un ser personal, un yo, un tú. No es un dios mudo y sordo, sino un Dios que habla y con el que se puede hablar. El, en la Escritura, se nos presenta constantemente hablándonos como un yo
Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto (Ex 20,2; Os 12,10).
Yo soy Dios, y no hay otro, no hay otro Dios como yo (Is 46,9).
Y, porque Dios se presenta a nosotros con su
yo, nosotros podemos
invocarle con un tú. En vez de hablar de Dios, hablar a Dios:
Yo te invoco porque Tú me respondes, Dios mío,
préstame oído y escucha mis palabras (Sal 17,6).
Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz:
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica (Sal 130,1‑2).
d) Jesús revelador del verdadero nombre de Dios
En el Nuevo Testamento, Juan nos presenta a Jesús como el “revelador del
nombre de Dios”:
He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado...¡Cuídalos en
tu Nombre!...Cuando estaba yo con ellos, yo les cuidaba en tu Nombre...Y
yo les di a conocer tu Nombre, y se lo haré conocer, para que el amor
con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,6.11.12.26).
En Jesús, Dios se hace realmente invocable. Con El Dios entra para
siempre en la historia de los hombres. El Nombre de Dios ya no es simple
palabra, que aceptamos, sino carne de nuestra carne, hueso de nuestro
hueso. Dios es uno de los nuestros. Lo que la zarza ardiente
significaba, se realiza realmente en aquel que es Dios en cuanto hombre
y hombre en cuanto Dios. En Jesús Dios es el Emmanuel: Dios con
nosotros.[7]
Cristo es la misma zarza ardiente en la que se revela a los hombres el
Nombre de Dios. Pero, como El mismo se aplica y es “Yo soy”, resulta que
Jesús es el Nombre de Dios: “Yahveh salva”. El es Emmanuel: “Dios con
nosotros”. El nombre no es una palabra, sino una persona: Jesús.
e) Creer en Dios es vivir el Shemá
Lo que hizo Israel en los albores de su historia, lo que repitió la
Iglesia en los comienzos de su peregrinación, debe renovarlo cada uno de
los creyentes en su vida. “Creo en Dios” es una ruptura contra la
idolatría politeísta y contra el ateísmo, que hoy como ayer nos
circundan.[8]
Creer en
‑forma específica
de la fe
cristiana‑ expresa esa actitud en la que se pone en juego y se entrega
la propia persona con una confianza total, en la que no cabe decepción
alguna. Esta actitud sólo puede tener por término a Dios, que es quien
con su fidelidad absoluta y eterna la suscita: “Si el alma busca a Dios,
mucho más le busca su amado a ella”.[9]
Por ello, los creyentes cantarán: “Bendito sea Dios que nos ha llamado
antes de la creación del mundo para ser sus hijos” (Ef 1).
La fe en Dios no parte del hombre, sino del mismo Dios. Como los profetas, los creyentes se saben llamados “desde el vientre de la madre” (Jr 1,5ss); esta llamada primordial es la garantía de la presencia definitiva de Dios en sus fieles, pues es irrevocable, apoyada como está “en la fidelidad del Señor que permanece para siempre” (Sal 117)
“Creer en Dios” significa creer en un solo Dios, es decir, creer en El
solo, retirar nuestra confianza absoluta a cualquier otra cosa. Superar
la tentación de idolatría que nos lleva a poner la confianza en las
riquezas (Mt 6,24), en el placer (Flp 3,19), en el poder (Hch 4,19; Mc
12,17). Pues “sabemos que el ídolo no es nada y no hay más que un único
Dios. Pues aún cuando se les dé el nombre de dioses, ya sea en el cielo
ya en la tierra ‑y de hecho hay numerosos dioses y señores‑, para
nosotros no hay más que un Dios, el Padre, del cual proceden todas las
cosas y para el cual somos, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son
todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1Co 8,4‑6).
“Creer en Dios” significa llevar grabado en el corazón y vivir en la
historia el Shemá: “Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es
el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,29‑30).
Nuestro Dios no es visto con los ojos de la carne, pero sí con los ojos
del corazón: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán
a Dios” (Mt 5,8). Creer en Dios es poder decir, con Santa Teresa: “Sólo
Dios basta... Quien a Dios tiene, nada le falta”. Sólo Dios basta es
reconocer que Dios es Dios y que, siendo “grande en perdonar”, sus
pensamientos y caminos superan los pensamientos y caminos del hombre
cuanto los cielos superan a la tierra (Is 55,7ss). Por ello, dice San
Pedro Crisólogo:
Quien cree en Dios no presuma discutir a Dios. Basta saber que Dios es
Dios. El sol inoportuno entenebrece la mirada: ¡Así se ciega el ilícito
acceso a Dios! Quien desee verle, aprenda a medir su visión. El que
quiera conocer a su Dios, ignore los dioses de los paganos, pues quien a
estos conoce a Dios contradice. Pero sepa que es libertad servir al
único Dios, siendo servidumbre servir a muchos dioses.[10]
El Dios de los padres, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios
personal, que muestra su cercanía, su invocabilidad en la manifestación
de su nombre a Moisés, el Dios único, frente a los dioses de la tierra,
de la fertilidad o de la nación, como se nos reveló a través de los
profetas, es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
El Credo llama a Dios Padre. Esta palabra vincula el primer artículo de
la fe con el segundo. A Dios sólo le conocemos real y plenamente en
Jesucristo, su Hijo: “A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo único, que
está en el seno del Padre, es quien nos le ha dado a conocer” (Jn 1,18).
a) Novedad de la fe cristiana
El Dios uno y trino del cristianismo supera la “unidad sin riqueza
interior” del monoteísmo judío y la “multiplicidad sin límite y
contradictoria en sí misma” del politeísmo pagano (Máximo Confesor).
La fe monoteísta no explicita aún la novedad de la fe cristiana en Dios.
Necesitamos completar la fórmula, diciendo “creo en Dios Padre”. En esta
primera palabra añadida al nombre de Dios se nos resume el conjunto del
Credo cristiano. Ella nos introduce en la asombrosa novedad de la fe
cristiana en la revelación trinitaria de Dios.
El Oriente antiguo y también Israel ha llamado a Dios Padre en relación
al pueblo, confesando que el pueblo debe su origen a Dios. A través del
nombre de Padre, Dios es honrado como creador y señor ‑potente y
misericordioso‑ que exige del hombre veneración y obediencia. En Israel,
ciertamente, la paternidad
atribuida a Dios no se funda en el hecho de engendrar, como ocurre en
otras religiones. Dios es llamado Padre por la elección que Dios hace de
Israel como su primogénito (Dt 14,1-2; Ex 4,22-23; Os 11,1; Jr 31,20).
Pero la gran novedad la hallamos en el Nuevo Testamento, donde se
inspira la profesión de fe cristiana. Dios se revela como Padre de
nuestro Señor Jesucristo. Así, la palabra Padre del Credo no se refiere
al hecho de que Dios sea el creador y señor del hombre y del universo,
sino al hecho de que ha engendrado a su Hijo unigénito, Jesucristo, el
cual como primogénito es hermano de todos sus discípulos. Pues a todos
los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, “los conoció de
antemano y los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que El
fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,28‑30).[11]
En efecto, el Nuevo Testamento pone constantemente en labios de Jesús la
palabra Padre. En San Juan Padre
es sinónimo de Dios. El
término Abba, utilizado por Jesús para dirigirse a Dios como
Padre, es algo tan insólito en toda la literatura judía, que “no expresa
tan sólo la obediencia filial en su relación con Dios, sino que
constituye la expresión de una relación única con Dios”.[12]
b) Jesús: Icono vivo de Dios
Jesús, con verdad, puede decir: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre; y
nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar” (Mt 11,27). Pues “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30), de modo
que “quien me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9‑10). Como Hijo, Jesús es la
imagen, el icono de Dios Padre (2Co 4,4; Col 1,15). En El, Dios se hace
visible como un Dios con rostro humano. En Jesucristo, Dios se ha
manifestado definitiva y totalmente. Y ahora:
lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo
que Dios preparó para quienes le aman..., a nosotros nos lo reveló por
medio del Espíritu, que lo sondea todo, hasta las profundidades de
Dios..., pues nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios
(1Co 2,9‑10).
En el Hijo, gracias al Espíritu Santo, sabemos que Dios es Padre desde toda la eternidad (Jn 1,1‑3). Dios es desde toda la eternidad el amor que se da y comunica a sí mismo. Desde la eternidad, el Padre comunica todo lo que es al Hijo. El Padre vive en relación con el Hijo, dándose a sí mismo al Hijo. Igualmente, el Hijo vive en relación con el Padre; es Hijo porque es engendrado por el Padre y se vuelve con amor al Padre.
c) Hijos de Dios en el Hijo
Dios, al mostrarnos su Hijo, se nos ha revelado como Padre de
Jesucristo. La paternidad de Dios se define exclusivamente por su
relación con el Hijo Unigénito. Los hombres pueden llamar a Dios Padre
‑“vuestro Padre”‑ en la medida en que participan de la relación única de
Jesús con el Padre ‑“mi Padre”‑ (Jn 20,17): “La prueba de que sois hijos
de Dios es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su
Hijo que clama: ¡Abba, Padre!” (Ga 4,6):
Padre,
dice en primer lugar el hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios
por la gracia, porque ya ha empezado a ser hijo: “Vino a los suyos,
dice, y los suyos no lo recibieron. A cuantos lo recibieron, los dio
poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn
1,12). El que, por tanto, ha creído en su nombre y se ha hecho hijo de
Dios, debe empezar por eso a dar gracias y hacer profesión de hijo de
Dios, puesto que llama Padre a Dios, que está en los cielos; debe
testificar también que desde sus primeras palabras en su nacimiento
espiritual ha renunciado al padre terreno y carnal, y que no reconoce ni
tiene otro padre que el del cielo (Mt 23,9)... No pueden llamar Padre al
Señor, quienes tienen por padre al diablo: “Vosotros habéis nacido del
padre diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. El
fue homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque no
hay verdad en él” (Jn 8,44). ¡Cuan grande es la clemencia del Señor e
inmensa su gracia y bondad, pues quiso que orásemos frecuentemente en
presencia de Dios y le llamásemos Padre; y así como Cristo es Hijo de
Dios, así nos llamemos nosotros hijos de Dios! Ninguno de nosotros
osaría pronunciar tal nombre en la oración, si no nos lo hubiese
permitido El mismo... Hemos, pues, de pensar que cuando llamamos Padre a
Dios es lógico que obremos como hijos de Dios, con el fin de que, así
como nosotros nos honramos con tenerlo por Padre, El pueda honrarse de
nosotros. Hemos de portarnos como templos de Dios, para que sea una
prueba de que habita en nosotros el Señor y no desdigan nuestros actos
del espíritu recibido, de modo que los que hemos empezado a ser
celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas
espirituales y celestiales.[13]
Y San Cirilo de Jerusalén dirá a los catecúmenos:
Sólo de Cristo es Dios Padre por naturaleza... Nuestra filiación divina
es por adopción, don de Dios, como dice San Juan: “A los que le
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
nombre” (Jn 1,12). Recibieron el poder llegar a ser hijos de Dios no
antes de la fe, sino por la fe. Sabiendo, pues, esto, portémonos como
hombres de espíritu, para que seamos dignos de la filiación divina: “Los
que son conducidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm
8,14). De nada nos sirve llevar el nombre de cristianos, si no nos
acompañan las obras... “Si llamamos Padre al que, sin acepción de
personas, juzga por las obras de cada uno, vivamos con temor el tiempo
de nuestra peregrinación... de modo que nuestra fe y nuestra esperanza
estén en Dios” (1P 1,17‑21); y “no amemos al mundo y las cosas del
mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1Jn
2,15).[14]
Padre es una palabra que siempre dice relación a otro, al hijo. “Porque
no se llama Padre para sí, sino para el Hijo; para sí es Dios”.[15]En
su ser hacia otro es Padre, en su ser hacia sí mismo es simplemente
Dios.
Lo mismo cabe decir de la palabra hijo, que se es en relación al padre.
De aquí la total referencia de Cristo, el Hijo unigénito, al Padre: “El
Hijo no puede hacer nada por sí mismo” (Jn 5,19.30). Por ser Hijo actúa
en dependencia de quien procede. Esto mismo vale para los discípulos de
Cristo, hijos de Dios por El: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5).
La existencia cristiana cae, pues, bajo la categoría de la relación.
Todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser
cristiano significa ser como el Hijo: ser hijos: “Mirad qué amor nos ha
tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1Jn
3,1). En efecto, “cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a
su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la filiación adoptiva por
medio de El” (Ga 4,1‑5):
Pues no recibimos un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes
bien, recibimos un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,15‑17).
d) Los cristianos: Iconos del Padre
Y, como hijo, el creyente puede dirigirse a Dios diciéndole con sus
hermanos: “Padre nuestro” (Mt 6,9; Lc 11,2); pero, como hijo, no puede
vivir en sí mismo y para sí, sino abierto totalmente al Padre y a la
misión recibida del Padre: “Como el Padre me envió, así os envío yo a
vosotros” (Jn 20,21; 13,20; 17,18). Enviados al mundo como hijos que
hacen visible a Dios Padre en un amor único, “extraordinario”, reflejo
del amor del Padre. Puestos en el mundo como
iconos de Dios. Como
dice San León Magno:
Si para los hombres es un motivo de alabanza ver brillar en sus hijos la
gloria de sus antepasados, ¡cuánto más glorioso será para aquellos que
han nacido de Dios brillar, reflejando la imagen de su Creador y
haciendo aparecer en ellos a Quien los engendró, según lo dice el Señor:
“Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas
obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).[16]
Los que, como Jesucristo, "no han nacido de la sangre, ni de deseo de la
carne, ni de deseo de hombre, sino que han nacido de Dios"(Jn 1,12‑13)
son "hermanos y hermanas de Jesús", acogiendo la Palabra "y haciendo la
voluntad del Padre"(Mt 12, 48‑50).
Ellos brillan en el mundo como hijos de Dios, haciendo brillar
entre los hombres el amor del Padre:
Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan,
para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir
su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No
hacen eso también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen eso mismo
también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial (Mt 5,44‑48; Lc 6,27‑36).
Esto pone de manifiesto que no todos los hombres son hijos de Dios, como
leemos en Teodoro de Mopsuestia:
Es preciso reconocer en Dios Padre dos cosas: Que es Padre y Creador. No
es Creador por ser Padre, ni es Padre por ser Creador, ya que no es
Creador de quien es Padre, ni es Padre de quien es Creador; sino que
Dios es Padre sólo del Hijo verdadero, el “Unigénito, que está en el
seno del Padre” (Jn 1,18), mientras que El es Creador de todo lo que
llegó a ser y fue hecho, por El creado según su voluntad. Del Hijo es,
pues, Padre por ser de su naturaleza, mientras que de las criaturas es
Creador, por haberlas creado de la nada. Por otra parte,
Dios no es llamado por los hombres Padre por haberlos creado,
sino porque están cerca de El y le son familiares. No es, pues,
llamado Padre por todos, sino por los que son de su casa, como
está escrito: “He educado a hijos y los he creado” (Is 1,2), concediendo
ser llamados así aquellos a quienes acercó a El por la gracia (Jn 1,12;
Ga 4,4‑ 7; Rm 8,14‑17).[17]
Lo mismo dirá San Hilario:
Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios
(Rm 8,14)... Este es el nombre atribuido
a quienes creemos mediante el sacramento de la regeneración; y si
la confesión de nuestra fe nos concede la filiación divina, las obras
hechas en obediencia al Espíritu de Dios nos cualifican como hijos de
Dios...También nosotros somos verdaderamente hijos de Dios, por haber
sido hechos tales: de “hijos de la ira” (Ef 2) hemos sido hechos hijos
de Dios, mediante el Espíritu de filiación, habiendo obtenido este
título por gracia, no por derecho de nacimiento. Todo cuanto es hecho,
antes de serlo no era tal. También nosotros: aunque no éramos hijos,
hemos sido transformados en lo que somos; antes no éramos hijos,
llegando a ser tales tras haber obtenido por gracia este nombre. No
hemos nacido sino llegado a ser hijos. No hemos sido engendrados,
sino adquiridos.[18]
Padre
es, por tanto, el nombre propio de Dios, con el que expresamos la nueva
relación en la que nos ha situado la donación del Espíritu de
Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios.[19]
Como para el Antiguo Testamento, también para Jesús
Dios es el Señor
de la historia, que ayuda y salva, libera y redime. Los milagros de
Jesús son una manifestación del poder salvador del Padre, que actúa a
través de El (Mt 12,28; Lc 17,21). “Porque nada es imposible para Dios”
(Lc 1,37; Gn 18,14).
a) Dios es el Señor (Adonai)
Dios es el Señor (Adonai), que está por encima de todo lo creado: “Señor
Dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste
tu majestad sobre los cielos” (Sal 8,2). Y más aún que la creación, la
historia de salvación ensalza su majestad, al manifestarlo como “Señor,
Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en
clemencia y fidelidad” (Ex 34,6). El señorío de Dios se manifiesta en
favor del creyente que se apoya en El y puede, por tanto, confesar y
cantar:
Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.
Dios mío, peña mía, refugio mío,
escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte (Sal 18,2‑3).
b) Dios: omnipotente en el amor
El poder de Dios es el poder de su gracia, de su misericordia
invencible, omnipotente en el amor y el perdón. Es un poder que suscita
la alegría de los pobres (Mt 5,3‑12) y de los pecadores (Lc 15). Pueden
confiar en que Dios es para ellos como un padre que aguarda al hijo
pródigo, le perdona e incluso celebra su vuelta con una gran fiesta. Es
un amor sin límites: todopoderoso. Con San Agustín, confesamos:
“Creo en Dios, Padre omnipotente”. ¡Qué laconismo y qué fuerza! Dios y
Padre a la vez: Dios en el poder, Padre en la bondad.
¡Felices nosotros, que tenemos en Dios a un Padre! Creamos en El y
esperémoslo todo de su misericordia: ¡Es omnipotente! Alguno
dirá: “No puede perdonar mis pecados” ¡Cómo!, ¿no lo puede, siendo
omnipotente? Quizás objetes: “¡He pecado tanto!”. Yo tengo sólo una
respuesta: ¡Es omnipotente! Dirás aún: “Son tan grandes mis culpas, que
no creo que pueda ser purificado de ellas”. Mi respuesta: ¡Es
omnipotente! Es lo que cantamos en un salmo: “¡Bendice, alma mía, al
Señor, El perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias” (Sal
103,2s).[20]
En la misericordia sin límites se manifiesta la santidad y la
gloria
de Dios: “¡Santo, Santo, Santo, el Señor de los ejércitos, la tierra
está llena de su gloria” (Is 6,3). O como leemos en Oseas para expresar
el colmo del amor: “Que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti”
(11,9). Y con más fuerza aún lo dice San Juan: “Dios
es amor”
(1Jn 4,8.16). “¡Y no puede negarse a sí mismo!” (2Tm 2,13).
En la salvación y en el juicio ‑para los ricos y los que se creen justos
(Lc 6,24‑26; 11,42‑52)‑ se manifiesta de igual manera la omnipotencia de
Dios. Sólo porque Dios es todopoderoso puede, movido por su amor,
salvarnos en cualquier situación contra los poderes del mal. Sólo el
amor omnipotente de Dios puede ser el fundamento de nuestra esperanza.
En sentido bíblico, la justicia de Dios significa el don gratuito
de Dios al hombre, que hace justo al pecador que lo acoge.
c) Dios Padre omnipotente en la resurrección del Hijo
La omnipotencia de Dios en el amor, como Jesús la ha predicado y vivido,
se manifestó sobre todo en la muerte y resurrección de Jesús,
donde realmente Dios “glorificó su nombre” (Jn 12, 28). En la muerte de
Jesús, Dios se dirigió al débil y desecho de los hombres y “le resucitó
rompiendo las ataduras de la muerte” (Hch 2,24). Por la muerte y
resurrección de Jesús hemos sabido definitivamente quién es Dios, el
Padre todopoderoso: “el que da vida a los muertos” (Rm 4,17; 2Co
1,9). La fidelidad creadora de Dios Padre y su omnipotencia en el amor
brillan unidas en la muerte y resurrección de Cristo. “La soberana
grandeza de su poder” se reveló plenamente “resucitando a Jesús de entre
los muertos” y “sentándolo a su derecha” como Señor de todo.[21]
En “la debilidad divina” de “Cristo Crucificado” se manifestó “la fuerza
de Dios” anunciada por “el Evangelio que es poder de Dios para salvación
de todo el que
cree” (1Co
1,18‑25). De aquí que este Evangelio sea llevado en la fragilidad de
“vasos de barro, para que se vea que el
extraordinario poder (de
salvación) es de Dios y no de los hombres” (2Co 4,7).
Como dice Pablo, en Jesucristo, ‑en su vida, muerte y resurrección‑, se
nos ha manifestado la bondad y el amor de Dios (Tt 3,4). Podemos estar
seguros de que “ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni
presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni
criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38‑39).
d) Todo es posible para Dios
“Creo en Dios” significa estar, como Abraham, como María, abiertos a lo
imposible, “esperando contra toda esperanza”, “pues nada es imposible”
“al poder del Altísimo” (Lc 1,35‑37) y reconocer agradecidamente, como
creación de Dios, lo imposible acontecido: “Proclama mi alma la grandeza
del Señor... porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí” (Lc
1,46ss).[22]
La revelación definitiva de Dios, Padre todopoderoso, en Jesucristo es
el fundamento de nuestra esperanza en el reino futuro de Dios, en el que
Dios será todo en todas las cosas (1Co 15,28). Como concluye la
Escritura, en su último libro:
Dice el Señor Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y
el que viene, el Todopoderoso (Ap 1,8).
Acampará entre ellos: Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y
será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni
luto, ni llanto, ni dolor. Porque lo de antes ha pasado. Y el que estaba
sentado en el trono dijo: todo lo hago nuevo (Ap 21,3‑5).
4. CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA
Como para el Antiguo Testamento, también para Jesús
Dios es Creador,
que ha dado el ser a todas las cosas, las cuida y conserva. La solicitud
de Dios como Padre se nos manifiesta en toda la creación, en la hierba y
en los lirios del campo (Mt 6,28‑30) y en las aves del cielo (Mt 6,26;
10,29‑31). Hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia
sobre justos e injustos (Mt 5,45). Ni un sólo cabello cae de nuestra
cabeza sin que El lo sepa y quiera (Mt 10,20).
El cristiano puede confesar a Dios como creador y, por tanto, que el
mundo es bueno, si ha tenido un encuentro personal con Jesucristo, en
quien conoce a Dios como “Aquel que resucitó a Jesucristo de entre los
muertos y llama a las cosas que no son para que sean” (Rm 4,17).
a) Dios salvador es el Dios Creador
El Dios salvador y redentor, en cuanto experiencia vital existencial, es
anterior al Dios Creador. El mundo, como creación de Dios, es el lugar
del encuentro de Dios y el hombre en el peregrinar de la fe. El mundo es
el lugar de la historia del hombre y de la historia de salvación de
Dios. La presencia de Dios hace que la historia del hombre en el mundo
sea historia de salvación.
Confesar a Dios como “Creador del cielo y de la tierra”, quiere decir
que todo el mundo, la realidad entera que me envuelve y me hace estar
enclavado en el tiempo y en el espacio, es
creación divina, obra
de sus manos. Buena, por tanto: “Y vio Dios todo lo que había hecho y
era muy bueno” (Gn 1,4.10.12.18.21.31). Buena, y querida por Dios. Este
mundo ha brotado de la bondad y del amor de Dios: “Tú has creado el
universo; por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Ap 4,11).
“Porque El es bueno, existimos”, sintetiza San Agustín.
b) La creación: manifestación de la gloria de Dios
Al ser la creación obra de Dios, el mundo es una
manifestación de la
gloria de Dios. El canto a la creación, como aparece en los salmos y
en varios textos sapienciales de la Escritura, es un canto a la
sabiduría de Dios, al poder de Dios, a la cercanía salvadora de
Dios: “Los cielos cantan la gloria de Dios” (Sal 19; 93; 147; Pr 8,22;
Jb 38...). En el cántico de los tres jóvenes se convoca a toda la
creación ‑cielo y tierra, sol, luna y estrellas, rocío y lluvia,
relámpago y nubes, aves del cielo y peces del mar, a todo lo que existe‑
para que cante la gloria de Dios (Dn 3,24ss).
El liturgo que orquesta la sinfonía de alabanzas al Creador es el
hombre, hasta el punto de poder decir que “la gloria de Dios es el
hombre viviente” (San Ireneo). La gloria de Dios es la gloria de su
amor, que se complace en las laudes de su pueblo. Y el hombre
alcanza su plena realización y felicidad, no mediante la posesión y el
placer, sino mediante la fiesta y la celebración, el agradecimiento, la
alabanza y la bendición. El hombre, puesto en medio de la creación,
cumple su misión en el mundo, llevando consigo todas las cosas al
sabbat, a la Eucaristía: “Todo es vuestro: y vosotros de Cristo y
Cristo de Dios” (1Co 3,22‑23). Como bellamente dice San Ambrosio:
El relato de la creación se concluye con la obra más excelsa de este
mundo: la lograda creación del hombre... Es entonces cuando “Dios
descansa de todo el trabajo que hizo” (Gn 2,2). El reposó en el
santuario íntimo del hombre... Como El dijo: “¿Sobre quién descansaré,
sino sobre el humilde y contrito que se estremece ante mi palabra?” (Is
66,2). Yo doy gracias al Señor, nuestro Dios, por haber hecho una tal
criatura en la que encontró su reposo. El creó el cielo, pero no leo en
la Escritura que haya reposado; creó la tierra, pero no leo que haya
descansado; creó el sol y la luna y las estrellas, y tampoco aquí leo
que se haya reposado. Pero leo que “creo al hombre y entonces se
reposó, teniendo en él a quien perdonar los pecados”.[23]
Pero, al confesar a Dios como “Creador del cielo y de la tierra”,
declarando el señorío de Dios sobre toda la realidad, en el fondo
estamos confesando que el mundo no es Dios. Todas las cosas
creadas, como salidas de las manos de Dios, son buenas, pero ninguna es
sagrada, divina, con poderes mágicos. Absolutizar algo es idolatría,
caer en la vacuidad de los ídolos.
Y si el creyente llega a la fe en la creación desde la experiencia
salvífica de la resurrección de Jesucristo, entonces ve la creación como
recreación, como
nueva creación, con “cielos nuevos y
tierra nueva” (Ap 21,1), que la potencia de Dios ya ha inaugurado al
resucitar a su Hijo y que el cristiano espera que consume en él (1P
3,13).
Dios es un Dios que crea siempre en novedad y abre las puertas al
futuro. Las grandes obras del pasado ‑vocación, elección, liberación,
alianza, posesión de la tierra, construcción del templo, exilio con su
retorno‑ se repetirán de una forma nueva y más maravillosa en el futuro.
En la plenitud de los tiempos, Dios levantará de nuevo a Israel y hará
una nueva alianza, sellada en el corazón del verdadero Israel (Jr
31,31‑33).
Dios, que creó todas las cosas por Cristo y en vistas a Cristo (Jn 1,3;
Col 1,15‑20), recrea en Cristo su obra desfigurada por el pecado (Col
1,15‑20). El núcleo de esta nueva creación, que implica a todo el
universo (Col 1,19s), es el hombre nuevo creado en Cristo para
una vida nueva: “Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva
creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5,17; Ga 6,15; Ef 2,15).
Este mundo, pues, está en tránsito. Nada en él es estable, duradero.
Pasa la escena de este mundo con las riquezas, los afectos, llantos,
alegrías y construcciones humanas (1Co 7,29‑ 31). El poder y la gloria
que ofrece “el señor del mundo” es efímero (Mt 4,1‑11).
Pero, mientras se desmorona este mundo, hasta en el cuerpo humano, el
cristiano experimenta en su mismo cuerpo la nueva creación
ya en
gestación:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la manifestación
de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad,
no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de
ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación
entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella;
también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros
mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro
cuerpo (Rm 8,19‑23).
d) Nuevos cielos y nueva tierra
Desde esta experiencia de nueva creación en la novedad de vida,
inaugurada con la resurrección de Cristo, ‑y para cada cristiano al
incorporarse a Cristo con la fe (Rm 1,6) y el bautismo (Rm 6,4)‑, el
creyente se abre, en esperanza, a la culminación escatológica,
anticipada en el presente con las arras del Espíritu (2Co 1,22; 5,5):
En Cristo también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1,13‑14; Cfr todo el capítulo).
La creación, en el plan de Dios, desde el comienzo, está orientada a la
plenitud. Al acabar la obra de los seis días, Dios descansó, creando el
sabbat, el descanso. La corona de la creación es el sábado. Toda la
creación está orientada a la glorificación de Dios, a entrar en la libertad
de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de Dios (Rm
8,19‑24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el nuevo
cielo y la nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Ap 21,2). Alcanzará su plenitud
cuando Dios sea “todo en todo” (1Co 15,28). En el centro está Cristo, como
cúspide o piedra angular de la creación y de la historia:
El es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de El fueron creadas todas las cosas
celestes y terrestres,
visibles e invisibles.
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por El y para El.
El es anterior a todo,
y todo se mantiene en El (Col 1,15‑17).
[1]
Para el ateísmo Cfr E. JIMENEZ HERNANDEZ, ¡¿Dios?!¡¿Para qué?!
Interrogantes del ateísmo de cara a la nueva evangelización,
Bilbao 1991.
[2]
Cfr. H. U. von BALTHASAR, El problema de Dios en el hombre actual,
Madrid 1966; J. MARTIN.‑A.
GONGALEZ, El Credo de los cristianos, Madrid 1982.
[7]
Cfr. J. RATZINGER, o.c., p. 75‑ 159; W. PANNENBERG, La fe de los
Apóstoles, Salamanca 1975, p. 28‑ 58; J. R. FLECHA, Creo en Dios
Padre todopoderoso, en VARIOS, El credo, Madrid 1982,
p.33‑46.
[11]
J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento,
Salamanca 1981; C. GEFFRE, Padre, nombre propio de Dios,
Concilium 163(1981)370.